DESCARTES: Discurso del Método. II, IV (Trad. G. Quintás Alonso). Madrid:
Alfaguara, 1981, pp. 14-18, 24-30.
SEGUNDA PARTE
Pero al igual que un hombre que camina solo y en la oscuridad, tomé la resolución
de avanzar tan lentamente y de usar tal circunspección en todas las cosas que aunque
avanzase muy poco, al menos me cuidaría al máximo de caer. Por otra parte, no quise
comenzar a rechazar por completo algunas de las opiniones que hubiesen podido deslizarse
durante otra etapa de mi vida en mis creencias sin haber sido asimiladas en la virtud
de la razón, hasta que no hubiese empleado el tiempo suficiente para completar el proyecto
emprendido e indagar el verdadero método con el fin de conseguir el conocimiento de
todas las cosas de las que mi espíritu fuera capaz.
Había estudiado un poco, siendo más joven, la lógica de entre las partes de la filosofía;
de las matemáticas el análisis de los geómetras y el álgebra. Tres artes o ciencias
que debían contribuir en algo a mi propósito. Pero habiéndolas examinado, me percaté
que en relación con la lógica, sus silogismos y la mayor parte de sus reglas sirven más
para explicar a otro cuestiones ya conocidas o, también, como sucede con el arte de Lulio,
para hablar sin juicio de aquellas que se ignoran que para llegar a conocerlas. Y si
bien la lógica contiene muchos preceptos verdaderos y muy adecuados, hay, sin embargo,
mezclados con estos otros muchos que o bien son perjudiciales o bien superfluos, de modo
que es tan difícil separarlos como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de
mármol aún no trabajado. Igualmente, en relación con el análisis de los antiguos o el álgebra
de los modernos, además de que no se refieren sino a muy abstractas materias que
parecen carecer de todo uso, el primero está tan circunscrito a la consideración de las
figuras que no permite ejercer el entendimiento sin fatigar excesivamente la imaginación.
La segunda está tan sometida a ciertas reglas y cifras que se ha convertido en un arte confuso
y oscuro capaz de distorsionar el ingenio en vez de ser una ciencia que favorezca su
desarrollo.
Todo esto fue la causa por la que pensaba que era preciso indagar otro método
que, asimilando las ventajas de estos tres, estuviera exento de sus defectos. Y como la
multiplicidad de leyes frecuentemente sirve para los vicios de tal forma que un Estado
está mejor regido cuando no existen más que unas pocas leyes que son minuciosamente
observadas, de la misma forma, en lugar del gran número de preceptos del cual está compuesta
la lógica, estimé que tendría suficiente con los cuatro siguientes con tal de que
tomase la firme y constante resolución de no incumplir ni una sola vez su observancia.
El primero consistía en no admitir cosa alguna como verdadera si no se la había
conocido evidentemente como tal. Es decir, con todo cuidado debía evitar la precipitación
y la prevención, admitiendo exclusivamente en mis juicios aquello que se presentara tan
clara y distintamente a mi espíritu que no tuviera motivo alguno para ponerlo en duda.
El segundo exigía que dividiese cada una de las dificultades a examinar en tantas
parcelas como fuera posible y necesario para resolverlas más fácilmente.
El tercero requería conducir por orden mis reflexiones comenzando por los objetos
más simples y más fácilmente cognoscibles, para ascender poco a poco, gradualmente,
hasta el conocimiento de los más complejos, suponiendo inclusive un orden entre
aquellos que no se preceden naturalmente los unos a los otros.
Según el último de estos preceptos debería realizar recuentos tan completos y revisiones
tan amplias que pudiese estar seguro de no omitir nada.
Las largas cadenas de razones simples y fáciles, por medio de las cuales generalmente
los geómetras llegan a alcanzar las demostraciones más difíciles, me habían proporcionado
la ocasión de imaginar que todas las cosas que pueden ser objeto del conocimiento
de los hombres se entrelazan de igual forma y que, absteniéndose de admitir como
verdadera alguna que no lo sea y guardando siempre el orden necesario para deducir unas
de otras, no puede haber algunas tan alejadas de nuestro conocimiento que no podamos,
finalmente, conocer ni tan ocultas que no podamos llegar a descubrir.
No supuso para mí una gran dificultad el decidir por cuales era necesario iniciar el estudio: previamente sabía que debía ser por las más simples y las más fácilmente cognoscibles. Y considerando que entre todos aquellos que han intentado buscar la verdad en el campo de las ciencias,
solamente los matemáticos han establecido algunas demostraciones, es decir, algunas
razones ciertas y evidentes, no dudaba que debía comenzar por las mismas que ellos habían
examinado. No esperaba alcanzar alguna unidad si exceptuamos el que habituarían
mi ingenio a considerar atentamente la verdad y a no contentarse con falsas razones.
Pero, por ello, no llegué a tener el deseo de conocer todas las ciencias particulares que comúnmente
se conocen como matemáticas, pues viendo que aunque sus objetos son diferentes,
sin embargo, no dejan de tener en común el que no consideran otra cosa, sino las
diversas relaciones y posibles proporciones que entre los mismos se dan, pensaba que
poseían un mayor interés que examinase solamente las proporciones en general y en relación
con aquellos sujetos que servirían para hacer más cómodo el conocimiento. Es más,
sin vincularlas en forma alguna a ellos para poder aplicarlas tanto mejor a todos aquellos
que conviniera.
Posteriormente, habiendo advertido que para analizar tales proporciones
tendría necesidad en alguna ocasión de considerar a cada una en particular y en otras ocasiones
solamente debería retener o comprender varias conjuntamente en mi memoria,
opinaba que para mejor analizarlas en particular, debía suponer que se daban entre líneas
puesto que no encontraba nada más simple ni que pudiera representar con mayor distinción
ante mi imaginación y sentidos; pero para retener o considerar varias conjuntamente,
era preciso que las diera a conocer mediante algunas cifras, lo más breves que fuera posible.
Por este medio recogería lo mejor que se da en el análisis geométrico y en el álgebra,
corrigiendo, a la vez, los defectos de una mediante los procedimientos de la otra.
Y como, en efecto, la exacta observancia de estos escasos preceptos que había escogido,
me proporcionó tal facilidad para resolver todas las cuestiones, tratadas por estas
dos ciencias, que en dos o tres meses que empleé en su examen, habiendo comenzado por
las más simples y más generales, siendo, a la vez, cada verdad que encontraba una regla
útil con vistas a alcanzar otras verdades, no solamente llegué a concluir el análisis de
cuestiones que en otra ocasión había juzgado de gran dificultad, sino que también me
pareció, cuando concluía este trabajo, que podía determinar en tales cuestiones en qué
medios y hasta dónde era posible alcanzar soluciones de lo que ignoraba. En lo cual no
pareceré ser excesivamente vanidoso si se considera que no habiendo más que un cono14
cimiento verdadero de cada cosa, aquel que lo posee conoce cuanto se puede saber. Así
un niño instruido en aritmética, habiendo realizado una suma según las reglas pertinentes
puede estar seguro de haber alcanzado todo aquello de que es capaz el ingenio humano en
lo relacionado con la suma que él examina. Pues el método que nos enseña a seguir el
verdadero orden y a enumerar verdaderamente todas las circunstancias de lo que se investiga,
contiene todo lo que confiere certeza a las reglas de la Aritmética.
Pero lo que me producía más agrado de este método era que siguiéndolo estaba
seguro de utilizar en todo mi razón, si no de un modo absolutamente perfecto, al menos
de la mejor forma que me fue posible. Por otra parte, me daba cuenta de que la práctica
del mismo habituaba progresivamente mi ingenio a concebir de forma más clara y distinta
sus objetos y puesto que no lo había limitado a materia alguna en particular, me prometía
aplicarlo con igual utilidad a dificultades propias de otras ciencias al igual que lo había
realizado con las del Álgebra. Con esto no quiero decir que pretendiese examinar todas
aquellas dificultades que se presentasen en un primer momento, pues esto hubiera sido
contrario al orden que el método prescribe. Pero habiéndome prevenido de que sus principios
deberían estar tomados de la filosofía, en la cual no encontraba alguno cierto, pensaba
que era necesario ante todo que tratase de establecerlos. Y puesto que era lo más
importante en el mundo y se trataba de un tema en el que la precipitación y la prevención
eran los defectos que más se debían temer, juzgué que no debía intentar tal tarea hasta
que no tuviese una madurez superior a la que se posee a los veintitrés años, que era mi
edad, y hasta que no hubiese empleado con anterioridad mucho tiempo en prepararme,
tanto desarraigando de mi espíritu todas las malas opiniones y realizando un acopio de
experiencias que deberían constituir la materia de mis razonamientos, como ejercitándome
siempre en el método que me había prescrito con el fin de afianzarme en su uso cada
vez más.
CUARTA PARTE
No sé si debo entreteneros con las primeras meditaciones allí realizadas, pues son
tan metafísicas y tan poco comunes, que no serán del gusto de todos. Y sin embargo, con
el fin de que se pueda opinar sobre la solidez de los fundamentos que he establecido, me
encuentro en cierto modo obligado a referirme a ellas.
Hacía tiempo que había advertido que, en relación con las costumbres, es necesario en algunas ocasiones opiniones muy inciertas tal como si fuesen indudables, según he advertido anteriormente. Pero puesto que deseaba entregarme solamente a la búsqueda de la verdad, opinaba que era preciso
que hiciese todo lo contrario y que rechazase como absolutamente falso todo aquello en
lo que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de comprobar si, después de hacer esto,
no quedaría algo en mi creencia que fuese enteramente indudable. Así pues, considerando
que nuestros sentidos en algunas ocasiones nos inducen a error, decidí suponer que no
existía cosa alguna que fuese tal como nos la hacen imaginar. Y puesto que existen hombres
que se equivocan al razonar en cuestiones relacionadas con las más sencillas materias
de la geometría y que incurren en paralogismos, juzgando que yo, como cualquier
otro estaba sujeto a error, rechazaba como falsas todas las razones que hasta entonces
había admitido como demostraciones. Y, finalmente, considerado que hasta los pensamientos
que tenemos cuando estamos despiertos pueden asaltarnos cuando dormimos, sin
que ninguno en tal estado sea verdadero, me resolví a fingir que todas las cosas que hasta
entonces habían alcanzado mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis
sueños.
Pero, inmediatamente después, advertí que, mientras deseaba pensar de este modo
que todo era falso, era absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna
cosa. Y dándome cuenta de que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y tan segura
que todas las extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de hacerla
tambalear, juzgué que podía admitirla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía
que yo indagaba.
Posteriormente, examinando con atención lo que yo era, y viendo que podía fingir
que carecía de cuerpo, así como que no había mundo o lugar alguno en el que me encontrase,
pero que, por ello, no podía fingir que yo no era, sino que por el contrario, sólo a
partir de que pensaba dudar acerca de la verdad de otras cosas, se seguía muy evidente y
ciertamente que yo era, mientras que, con sólo que hubiese cesado de pensar, aunque el
resto de lo que había imaginado hubiese sido verdadero, no tenía razón alguna para creer
que yo hubiese sido, llegué a conocer a partir de todo ello que era una sustancia cuya
esencia o naturaleza no reside sino en pensar y que tal sustancia, para existir, no tiene
necesidad de lugar alguno ni depende de cosa alguna material. De suerte que este yo, es
decir, el alma, en virtud de la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo,
más fácil de conocer que éste y, aunque el cuerpo no fuese, no dejaría de ser todo lo que
es.
Analizadas estas cuestiones, reflexionaba en general sobre todo lo que se requiere
para afirmar que una proposición es verdadera y cierta, pues, dado que acababa de identificar
una que cumplía tal condición, pensaba que también debía conocer en qué consiste
esta certeza. Y habiéndome percatado que nada hay en pienso, luego soy que me asegure
que digo la verdad, a no ser que yo veo muy claramente que para pensar es necesario ser,
juzgaba que podía admitir como regla general que las cosas que concebimos muy clara y
distintamente son todas verdaderas; no obstante, hay solamente cierta dificultad en identificar
correctamente cuáles son aquellas que concebimos distintamente.
A continuación, reflexionando sobre que yo dudaba y que, en consecuencia, mi
ser no era omniperfecto pues claramente comprendía que era una perfección mayor el
conocer que el dudar, comencé a indagar de dónde había aprendido a pensar en alguna
cosa más perfecta de lo que yo era; conocí con evidencia que debía ser en virtud de alguna
naturaleza que realmente fuese más perfecta.
En relación con los pensamientos que poseía de seres que existen fuera de mi, tales como el cielo, la tierra, la luz, el calor y otros mil, no encontraba dificultad alguna en conocer de dónde provenían pues no constatando nada en tales pensamientos que me pareciera hacerlos superiores a mi, podía estimarque si eran verdaderos, fueran dependientes de mi naturaleza, en tanto que posee
alguna perfección; si no lo eran, que procedían de la nada, es decir, que los tenía porque
había defecto en mi. Pero no podía opinar lo mismo acerca de la idea de un ser más perfecto
que el mío, pues que procediese de la nada era algo manifiestamente imposible y
puesto que no hay una repugnancia menor en que lo más perfecto sea una consecuencia y
esté en dependencia de lo menos perfecto, que la existencia en que algo proceda de la
nada, concluí que tal idea no podía provenir de mí mismo.
De forma que únicamente restaba la alternativa de que hubiese sido inducida en mí por una naturaleza que realmente fuese más perfecta de lo que era la mía y, también, que tuviese en sí todas las perfecciones de las cuales yo podía tener alguna idea, es decir, para explicarlo con una palabra que
fuese Dios.
A esto añadía que, puesto que conocía algunas perfecciones que en absoluto
poseía, no era el único ser que existía (permitidme que use con libertad los términos de la
escuela), sino que era necesariamente preciso que existiese otro ser más perfecto del cual
dependiese y del que yo hubiese adquirido todo lo que tenía.
Pues si hubiese existido solo y con independencia de todo otro ser, de suerte que hubiese tenido por mi mismo todo lo poco que participaba del ser perfecto, hubiese podido, por la misma razón, tener por mi mismo cuanto sabía que me faltaba y, de esta forma, ser infinito, eterno, inmutable, omnisciente, todopoderoso y, en fin, poseer todas las perfecciones que podía comprender
que se daban en Dios.
Pues siguiendo los razonamientos que acabo de realizar, para conocer
la naturaleza de Dios en la medida en que es posible a la mía, solamente debía considerar
todas aquellas cosas de las que encontraba en mí alguna idea y si poseerlas o no
suponía perfección; estaba seguro de que ninguna de aquellas ideas que indican imperfección
estaban en él, pero sí todas las otras. De este modo me percataba de que la duda,
la inconstancia, la tristeza y cosas semejantes no pueden estar en Dios, puesto que a mi
mismo me hubiese complacido en alto grado el verme libre de ellas. Además de esto,
tenía idea de varias cosas sensibles y corporales; pues, aunque supusiese que soñaba y
que todo lo que veía o imaginaba era falso, sin embargo, no podía negar que esas ideas
estuvieran verdaderamente en mi pensamiento.
Pero puesto que había conocido en mí muy claramente que la naturaleza inteligente es distinta de la corporal, considerando que toda composición indica dependencia y que ésta es manifiestamente un defecto, juzgaba por ello que no podía ser una perfección de Dios al estar compuesto de estas dos naturalezas y que, por consiguiente, no lo estaba; por el contrario, pensaba que si existían cuerpos
en el mundo o bien algunas inteligencias u otras naturalezas que no fueran totalmente
perfectas, su ser debía depender de su poder de forma tal que tales naturalezas no podrían
subsistir sin él ni un solo momento.
Posteriormente quise indagar otras verdades y habiéndome propuesto el objeto de
los geómetras, que concebía como un cuerpo continuo o un espacio indefinidamente extenso
en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible en diversas partes, que podían
poner diversas figuras y magnitudes, así como ser movidas y trasladadas en todas las direcciones,
pues los geómetras suponen esto en su objeto, repasé algunas de las demostraciones
más simples. Y habiendo advertido que esta gran certeza que todo el mundo les
atribuye, no está fundada sino que se las concibe con evidencia, siguiendo la regla que
anteriormente he expuesto, advertí que nada había en ellas que me asegurase de la existencia
de su objeto. Así, por ejemplo, estimaba correcto que, suponiendo un triángulo,
entonces era preciso que sus tres ángulos fuesen iguales a dos rectos; pero tal razonamiento
no me aseguraba que existiese triángulo alguno en el mundo. Por el contrario,
examinando de nuevo la idea que tenía de un Ser Perfecto, encontraba que la existencia
estaba comprendida en la misma de igual forma que en la del triángulo está comprendida
la de que sus tres ángulos sean iguales a dos rectos o en la de una esfera que todas sus
partes equidisten del centro e incluso con mayor evidencia. Y, en consecuencia, es por lo
menos tan cierto que Dios, el Ser Perfecto, es o existe como lo pueda ser cualquier demostración
de la geometría.
Pero lo que motiva que existan muchas personas persuadidas de que hay una gran
dificultad en conocerle y, también, en conocer la naturaleza de su alma, es el que jamás
elevan su pensamiento sobre las cosas sensibles y que están hasta tal punto habituados a
no considerar cuestión alguna que no sean capaces de imaginar (como de pensar propiamente
relacionado con las cosas materiales), que todo aquello que no es imaginable, les
parece ininteligible. Lo cual es bastante manifiesto en la máxima que los mismos filósofos
defienden como verdadera en las escuelas, según la cual nada hay en el entendimiento
que previamente no haya impresionado los sentidos. En efecto, las ideas de Dios y el alma
nunca han impresionado los sentidos y me parece que los que desean emplear su imaginación
para comprenderlas, hacen lo mismo que si quisieran servirse de sus ojos para
oír los sonidos o sentir los olores. Existe aún otra diferencia: que el sentido de la vista no
nos asegura menos de la verdad de sus objetos que lo hacen los del olfato u oído, mientras
que ni nuestra imaginación ni nuestros sentidos podrían asegurarnos cosa alguna si
nuestro entendimiento no interviniese.
En fin, si aún hay hombres que no están suficientemente persuadidos de la existencia
de Dios y de su alma en virtud de las razones aducidas por mí, deseo que sepan que
todas las otras cosas, sobre las cuales piensan estar seguros, como de tener un cuerpo, de
la existencia de astros, de una tierra y cosas semejantes, son menos ciertas. Pues, aunque
se tenga una seguridad moral de la existencia de tales cosas, que es tal que, a no ser que
se peque de extravagancia, no se puede dudar de las mismas, sin embargo, a no ser que se
peque de falta de razón, cuando se trata de una certeza metafísica, no se puede negar que
sea razón suficiente para no estar enteramente seguro el haber constatado que es posible
imaginarse de igual forma, estando dormido, que se tiene otro cuerpo, que se ven otros
astros y otra tierra, sin que exista ninguno de tales seres. Pues ¿cómo podemos saber que
los pensamientos tenidos en el sueño son más falsos que los otros, dado que frecuentemente
no tienen vivacidad y claridad menor? Y aunque los ingenios más capaces estudien
esta cuestión cuanto les plazca, no creo puedan dar razón alguna que sea suficiente para
disipar esta duda, si no presuponen la existencia de Dios. Pues, en primer lugar, incluso lo
que anteriormente he considerado como una regla (a saber: que lo concebido clara y distintamente
es verdadero) no es válido más que si Dios existe, es un ser perfecto y todo lo
que hay en nosotros procede de él. De donde se sigue que nuestras ideas o nociones,
siendo seres reales, que provienen de Dios, en todo aquello en lo que son claras y distintas,
no pueden ser sino verdaderas. De modo que, si bien frecuentemente poseemos algunas
que encierran falsedad, esto no puede provenir sino de aquellas en las que algo es
confuso y oscuro, pues en esto participan de la nada, es decir, que no se dan en nosotros
sino porque no somos totalmente perfectos. Es evidente que no existe una repugnancia
menor en defender que la falsedad o la imperfección, en tanto que tal, procedan de Dios,
que existe en defender que la verdad o perfección proceda de la nada. Pero si no conocemos
que todo lo que existe en nosotros de real y verdadero procede de un ser perfecto e
infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas, no tendríamos razón alguna que
nos asegurara de que tales ideas tuviesen la perfección de ser verdaderas.
Por tanto, después de que el conocimiento de Dios y el alma nos han convencido
de la certeza de esta regla, es fácil conocer que los sueños que imaginamos cuando dormimos,
no deben en forma alguna hacernos dudar de la verdad de los pensamientos que
tenemos cuando estamos despiertos. Pues, si sucediese, inclusive durmiendo, que se tuviese
alguna idea muy distinta como, por ejemplo, que algún geómetra lograse alguna
nueva demostración, su sueño no impediría que fuese verdad.
Y en relación con el error más común de nuestros sueños, consistente en representarnos diversos objetos de la misma forma que la obtenida por los sentidos exteriores, carece de importancia el que nos déocasión para desconfiar de la verdad de tales ideas, pues pueden inducirnos a error frecuentemente sin que durmamos como sucede a aquellos que padecen de ictericia que todo
lo ven de color amarillo o cuando los astros u otros cuerpos demasiado alejados nos parecen
de tamaño mucho menor del que en realidad poseen.
Pues, bien, estemos en estado de vigilia o bien durmamos, jamás debemos dejarnos persuadir sino por la evidencia de nuestra razón. Y es preciso señalar, que yo afirmo, de nuestra razón y no de nuestra imaginación o de nuestros sentidos, pues aunque vemos el sol muy claramente no debemos
juzgar por ello que no posea sino el tamaño con que lo vemos y fácilmente podemos imaginar
con cierta claridad una cabeza de león unida al cuerpo de una cabra sin que sea preciso
concluir que exista en el mundo una quimera, pues la razón no nos dicta que lo que
vemos o imaginamos de este modo, sea verdadero. Por el contrario nos dicta que todas
nuestras ideas o nociones deben tener algún fundamento de verdad, pues no sería posible
que Dios, que es sumamente perfecto y veraz, las haya puesto en nosotros careciendo del
mismo.
Y puesto que nuestros razonamientos no son jamás tan evidentes ni completos
durante el sueño como durante la vigilia, aunque algunas veces nuestras imágenes sean
tanto o más vivas y claras, la razón nos dicta igualmente que no pudiendo nuestros pensamientos
ser todos verdaderos, ya que nosotros no somos omniperfectos, lo que existe de
verdad debe encontrarse infaliblemente en aquellos que tenemos estando despiertos más
bien que en los que tenemos mientras soñamos.
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