5.6. KANT, I: «Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?», en
¿Qué es la
Ilustración?, Madrid, Alianza
Editorial, 2004, (Edición de R. R. Aramayo), pp. 8393.
Ilustración significa el abandono por
parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo. Esta
minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su entendimiento sin
verse guiado por algún otro. Uno mismo es el culpable de dicha minoría de edad
cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino en la falta de
resolución y valor para servirse del suyo propio sin la guía del de algún otro.
Sapere aude! ¡Ten valor para servirte
de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la Ilustración.
Pereza y cobardía son las causas merced
a las cuales tanto hombres continúan siendo con gusto menores de edad durante
toda su vida, pese a que la Naturaleza los haya liberado hace ya tiempo de una
conducción ajena (haciéndolos físicamente adultos); y por eso les ha resultado
tan fácil a otros erigirse en tutores suyos. Es tan cómodo ser menor de edad.
Basta con tener un libro que supla mi entendimiento, alguien que vele por mi
alma y haga las veces de mi conciencia moral, a un médico que me prescriba la
dieta, etc., para que yo no tenga que tomarme tales molestias. No me hace falta
pensar, siempre que pueda pagar; otros asumirán por mí tan engorrosa tarea. El
que la mayor parte de los hombres (incluyendo a todo el bello sexo) consideren
el paso hacia la mayoría de edad como algo harto peligroso, además de muy
molesto, es algo por lo cual velan aquellos tutores que tan amablemente han
echado sobre sí esa labor de superintendencia. Tras entontecer primero a su rebaño
e impedir cuidadosamente que esas mansas criaturas se atrevan a dar un solo
paso fuera de las andaderas donde han sido confinados, les muestran luego el
peligro que les acecha cuando intentan caminar solos por su cuenta y riesgo.
Mas ese peligro no es ciertamente tan enorme, puesto que finalmente aprenderían
a caminar bien después de dar unos cuantos tropezones; pero el ejemplo de un
simple tropiezo basta para intimidar y suele servir como escarmiento para
volver a intentarlo de nuevo.
Así pues, resulta difícil para cualquier
individuo el zafarse de una minoría de edad que casi se ha convertido en algo
connatural. Incluso se ha encariñado con ella y eso le hace sentirse realmente
incapaz de utilizar su propio entendimiento, dado que nunca se le ha dejado
hacer ese intento. Reglamentos y fórmulas, instrumentos mecánicos de un uso
racional –o más bien abuso- de sus dotes naturales, constituyen los grilletes
de una permanente minoría de edad. Quien lograra quitárselos acabaría dando un
salto inseguro para salvar la más pequeña zanja, al no estar habituado a
semejante libertad de movimientos. De ahí que sean muy pocos quienes han
conseguido gracias al cultivo de su propio ingenio, desenredar las ataduras que
les ligaban a esa minoría de edad y caminar con paso seguro.
Sin embargo, hay más posibilidades de
que un público se ilustre a sí mismo; algo que casi es inevitable con tal de
que se le conceda libertad. Pues ahí siempre nos encontraremos con algunos que
piensen por cuenta propia incluso entre quienes han sido erigidos como tutores
de la gente, los cuales, tras haberse desprendido ellos mismos del yugo de la
minoría de edad, difundirán en torno suyo el espíritu de una estimación
racional del propio valor y de la vocación a pensar por sí mismo. Pero aquí se
da una circunstancia muy especial: aquel público, que previamente había sido
sometido a tal yugo por ellos mismos, les obliga luego a permanecer bajo él,
cuando se ve instigado a ello por alguno de sus tutores que son de suyo
incapaces de toda ilustración; así de perjudicial resulta inculcar prejuicios,
pues éstos acaban por vengarse de quienes fueron sus antecesores o sus autores.
De ahí que un público sólo pueda conseguir lentamente la ilustración. Mediante
una revolución acaso se logre derrocar un despotismo personal y la opresión
generada por la codicia o la ambición, pero nunca logrará establecer una
auténtica reforma del modo de pensar; bien al contrario, tanto los nuevos
prejuicios como los antiguos servirán de rienda para esa enorme muchedumbre sin
pensamiento alguno.
Para esta ilustración tan sólo se
requiere libertad y, a decir verdad, la más inofensiva de cuantas pueden
llamarse así: el hacer uso público de la propia razón en todos los terrenos.
Actualmente oigo clamar por doquier: ¡No
razones! El oficial ordena: ¡No razones. Adiéstrate! El asesor fiscal: ¡no
razones y limítate a pagar tus impuestos! El consejero espiritual: ¡No razones,
ten fe! (Sólo un único señor en el mundo dice: razonad cuanto queráis y sobre todo lo que gustéis, mas no dejéis
de obedecer). Impera por doquier una restricción de la libertad. Pero ¿cuál es
el límite que la obstaculiza y cuál es el que, bien al contrario, la promueve?
He aquí mi respuesta: el uso público
de su razón tiene que ser siempre libre y es el único que puede procurar ilustración entre los hombres; en cambio
muy a menudo cabe restringir su uso
privado, sin que por ello quede particularmente obstaculizado el progreso
de la ilustración. Por uso público de la propia razón entiendo aquél que
cualquiera puede hacer, como alguien docto,
ante todo ese público que configura el
universo de los lectores. Denomino uso privado al que cabe hacer de la
propia razón en una determinada función o puesto
civil, que se le haya confiado. En algunos asuntos encaminados al interés
de la comunidad se hace necesario un cierto automatismo, merced al cual ciertos
miembros de la comunidad tienen que comportarse pasivamente para verse
orientados por el gobierno hacia fines públicos mediante una unanimidad
artificial o, cuando menos, para que no perturben la consecución de tales
metas. Desde luego, aquí no cabe razonar, sino que uno ha de obedecer. Sin
embargo, en cuanto esta parte de la maquinaria sea considerada como miembro de
una comunidad global e incluso cosmopolita y, por lo tanto, se considere su condición
de alguien instruido que se dirige sensatamente a un público mediante sus
escritos, entonces resulta obvio que puede razonar sin afectar con ello a esos
asuntos en donde se vea parcialmente concernido como miembro pasivo.
Ciertamente, resultaría muy pernicioso que un oficial, a quien sus superiores
le hayan ordenado algo, pretendiese sutilizar en voz alta y durante el servicio
sobre la conveniencia o la utilidad de tal orden; tiene que obedecer. Pero en
justicia no se le puede prohibir que, como experto, haga observaciones acerca
de los defectos del servicio militar y los presente ante su público para ser
enjuiciados. El ciudadano no puede negarse a pagar los impuestos que se le
hayan asignado; e incluso una indiscreta crítica hacia tales tributos al ir a
satisfacerlos quedaría penalizada como un escándalo (pues podría originar una
insubordinación generalizada). A pesar de lo cual, el mismo no actuará contra
el deber de un ciudadano si, en tanto que especialista, expresa públicamente
sus tesis contra la inconveniencia o la injusticia de tales impuestos.
Igualmente, un sacerdote está obligado a hacer sus homilías, dirigidas a sus
catecúmenos y feligreses, con arreglo al credo de aquella Iglesia a la que
sirve; puesto que fue aceptado en ella bajo esa condición. Pero en cuanto
persona docta tiene plena libertad, además de la vocación para hacerlo así, de
participar al público todos sus bienintencionados y cuidadosamente revisados
pensamientos sobre las deficiencias de aquel credo, así como sus propuestas tendentes
a mejorar la implantación de la religión y la comunidad eclesiástica. En esto
tampoco hay nada que pudiese originar un cargo de conciencia. Pues lo que
enseña en función de su puesto, como encargado de los asuntos de la Iglesia,
será presentado como algo con respecto a lo cual él no tiene libre potestad
para enseñarlo según su buen parecer, sino que ha sido emplazado a exponerlo
según una prescripción ajena y en nombre de otro. Dirá: nuestra Iglesia enseña
esto o aquello; he ahí los argumentos de que se sirve. Luego extraerá para su
parroquia todos los beneficios prácticos de unos dogmas que él mismo no
suscribiría con plena convicción, pero a cuya exposición sí puede
comprometerse, porque no es del todo imposible que la verdad subyazca escondida
en ellos o cuando menos, en cualquier caso no haya nada contradictorio con la
religión íntima. Pues si creyese encontrar esto último en dichos dogmas, no
podría desempeñar su cargo en conciencia; tendría que dimitir. Por
consiguiente, el uso de su razón que un predicador comisionado a tal efecto
hace ante su comunidad es meramente un uso privado; porque, por muy grande que
sea ese auditorio siempre constituirá una reunión doméstica; y bajo este
respecto él, en cuanto sacerdote, no es libre, ni tampoco le cabe serlo, al
estar ejecutando un encargo ajeno. En cambio, como alguien docto que habla
mediante sus escritos al público en general, es decir, al mundo, dicho
sacerdote disfruta de una libertad ilimitada en el uso público de su razón,
para servirse de su propia razón y hablar en nombre de su propia persona. Que
los tutores del pueblo (en asuntos espirituales) deban ser a su vez menores de
edad constituye un absurdo que termina por perpetuar toda suerte de disparates.
[…].
Si ahora nos preguntáramos: ¿acaso
vivimos actualmente en una época ilustrada?,
la respuesta sería ¡No!, pero sí vivimos en una época de Ilustración. Tal y como están ahora las cosas todavía falta mucho
para que los hombres, tomados en su conjunto, puedan llegar a ser capaces o
estén ya en situación de utilizar su propio entendimiento sin la guía de algún
otro en materia de religión. Pero sí tenemos claros indicios de que ahora se
les ha abierto el campo para trabajar libremente en esa dirección y que también
van disminuyendo paulatinamente los obstáculos para una ilustración
generalizada o el abandono de una minoría de edad de la cual es responsable uno
mismo. Bajo tal mirada esta época
nuestra puede ser llamada “época de la Ilustración” o también “el siglo de Federico”.
Un príncipe que no considera indigno de
sí reconocer como un deber suyo el no prescribir a los hombre nada en
cuestiones de religión, sino que les deja plena libertad para ello e incluso
rehúsa el altivo nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado y merece que el
mundo y la posteridad se lo agradezcan, ensalzándolo por haber sido el primero
en haber librado al género humano de la minoría de edad, cuando menos por parte
del gobierno, dejando libre a cada cual para servirse de su propia razón en
todo cuanto tiene que ver con la conciencia. Bajo este príncipe se permite a
venerables clérigos que, como personas doctas, expongan libre y públicamente al
examen del mundo unos juicios y evidencias que se desvían aquí o allá del credo
asumido por ellos sin menoscabar los deberes de su cargo; tanto más aquel otro
que no se halle coartado por obligación profesional alguna. Este espíritu de
libertad se propaga también hacia el exterior, incluso allí donde ha de luchar
contra los obstáculos externos de un gobierno que se comprende mal a sí mismo.
Pues ante dicho gobierno resplandece un ejemplo de que la libertad no conlleva
preocupación alguna por la tranquilidad pública y la unidad de la comunidad.
Los hombres van abandonando poco a poco el estado de barbarie gracias a su
propio esfuerzo, con tal de que nadie ponga un particular empeño por
mantenerlos en la barbarie.
He colocado el epicentro de la
Ilustración, o sea, el abandono por parte del hombre de aquella minoría de edad
respecto de la cual es culpable él mismo, en cuestiones religiosas, porque
nuestros mandatarios no suelen tener interés alguno en oficiar como tutores de
sus súbditos en lo que ataña a las artes y a las ciencias; y porque además
aquella minoría de edad es asimismo la más nociva e infame de todas ellas. Pero
el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esta primera Ilustración va
todavía más lejos y se da cuenta de que, incluso con respecto a su legislación, tampoco entraña peligro
alguno el consentir a sus súbditos que hagan un uso público de su propia razón y expongan públicamente al mundo sus
pensamientos sobre una mejor concepción de dicha legislación, aun cuando
critiquen con toda franqueza la que ya ha sido promulgada; esto es algo de lo
cual poseemos un magnífico ejemplo, por cuanto ningún monarca ha precedido a
ése al que nosotros honramos aquí.
Pero sólo aquel que, precisamente por
ser ilustrado, no teme a las sombras, al tiempo que tiene a mano un cuantioso y
bien disciplinado ejército para tranquilidad pública de los ciudadanos, puede
decir aquello que a un Estado libre no le cabe atreverse a decir: razonad cuando queráis y sobre todo cuando
gustéis, ¡con tal de que obedezcáis! Aquí se revela un extraño e inesperado
curso de las cosas humanas; tal como sucede ordinariamente, cuando ese decurso
es considerado en términos globales, casi todo en él resulta paradójico. Un
mayor grado de libertad civil parece provechosa para la libertad espiritual del pueblo y, pese a ello, le
coloca límites infranqueables; en cambio un grado menor de esa libertad civil
procura el ámbito para que esta libertad espiritual se despliegue con arreglo a
toda su potencialidad. Pues, cuando la naturaleza ha desarrollado bajo tan duro
tegumento ese germen que cuida con extrema ternura, a saber, la propensión y la
vocación hacia el pensar libre, ello
repercute sobre la mentalidad del pueblo (merced a lo cual éste va haciéndose
cada vez más apto para la libertad de
actuar) y finalmente acaba por tener un efecto retroactivo hasta sobre los
principios del gobierno, el cual incluso termina por encontrar conveniente
tratar al hombre, quien ahora es algo más
que una máquina, conforme a su dignidad”.
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